Ramón Pastoriza nació en Sar -cerca de la Iglesia Santa María de Beluso- en Pontevedra, España, el 16 de abril de 1883. Cuentan que en una fiesta del pueblo conoció a María Manuela Rey Martinez. En ese entonces, ambos tenían otras parejas, pero el amor que nació ese mismo día fue más fuerte y los mantuvo unidos siempre. La vida los trajo a este lado del Atlántico, donde formaron una numerosa familia, cuya hija menor sería un día mi abuela materna.
Como dice en su cédula de identidad, Ramón era carpintero. Pero para mi, era un artista. Trabajó en la carpintería de muchas casas y yo llegué a ver algunos de los maravillosos portones que instaló en sus entradas. También me he sentado en los bancos de la Iglesia de la Medalla Milagrosa -donde se casaron mis padres, fuimos bautizadas con mi hermana y donde también durante años mi abuela paterna hacía una misa en memoria de mi papá-. Son anécdotas que se crean al vivir en un pueblo: pasan generaciones, cambian los nombres de las calles, se tiran caserones para hacer departamentos, pero algunas huellas quedan.
Además de la magia que hacía con la madera, Ramón plantó árboles. Lamentablemente los que más me gustaban ya no están, a causa de esas decisiones ridículas que se hacen en nombre del progreso. En el caso de Adrogué, el progreso tenía nombre de centro comercial y eso era más importante que preservar la arboleda de los lotes que una vez fueron parte de una quinta familiar. Hoy, esa arquitectura subsiste penosamente con locales lúgubres multimarca y un SODIMAC semidesierto.
Pero antes del progreso, Ramón había plantado árboles que parecían pintados en el paisaje. De acuerdo al paso de las estaciones, y a las diferentes condiciones climáticas, los colores disminuían su intensidad. Mis preferidos, los álamos plateados, anunciaban inequívocamente las tormentas al trazar pinceladas brillantes que contrastaban con los grises y negros opacos de las nubes.
Esos son algunos recuerdos de mi infancia. Ya no hay portones de los que hizo Ramón en las casas quintas -aquellas que Borges recuerda en sus textos sobre los veraneos en Adrogué-; tampoco quedaron los árboles que él plantó. Pero quedaron algunos objetos que mi madre guarda con cariño: un mortero y una mesa de diseño muy vanguardista para su tiempo.
Mi mamá recuerda que Ramón la llevaba a pasear de la mano y que ella disfrutaba mucho de sus historias. También recuerda verlo trabajar en su taller. Pero ante todo, su recuerdo está atado al amor que vio entre él y María Manuela, a quién cuidó durante una larga y triste enfermedad. Cuando ella falleció, Ramón no quiso continuar y fue muy breve el tiempo que sobrevivió al amor de su vida.
Recordé a Ramón, cuando llegó a mis manos el libro de María Paula Zacharías Maestro Cafiso. Primero me fui al diccionario para ver cómo define la Real Academia Española a un carpintero y tengo que decir que estoy en total desacuerdo porque señala que se trata de una “persona que por oficio trabaja y labra madera, ordinariamente común”. Luego pensé: ¿Será igual para un soldador? Lamentablemente, la definición es aún peor, porque solo refiere que se trata del “encargado de soldar”.
Afortunadamente, Zacharías nos sumerge en un mundo donde arte y oficio son uno, porque quien con sus manos une materiales y crea una escultura no puede ser llamado “soldador” en los términos que lo expresa el diccionario.
Se preguntarán ¿por qué Maestro Cafiso me recordó a Ramón? La respuesta está en el primer párrafo del libro donde su autora señala -en referencia a una soldadura y en palabras del protagonista- “...esto no es distinto del amor…”
De modo que hay un artesano/artista y una historia de amor que encontraron el modo de quedar inmortalizados en esta bellísima publicación, cuidada y artesanal, que construye un puente entre ellos y otro oficio, el de hacer libros.
Cafiso pertenece a una generación donde los padres transmitían su oficio a sus hijos, y eso le significó tener a los doce años un soldador entre sus manos. Su habilidad lo llevó a trabajar en Fabricaciones Militares, a dar cursos en la represa hidroeléctrica El Chocón en los años 80 y hasta trabajar en autos de carrera.
Pero el libro nos revela que hay un momento clave en el cual Cafiso comienza a vislumbrar que su trabajo es otra cosa, que esas piezas son en realidad esculturas. Evitando ser spoiler -lo cual sería imperdonable- quiero profundizar en la cuestión que tanto nos quita el sueño en este mundo contemporáneo: ¿Es arte lo que produce un soldador? ¿Es Maestro Cafiso un artista?
La semana pasada, en la pequeña comunidad de Kinderhook, Nueva York-EEUU, una instalación de letras en vinilo adheridas a la pared de un edificio tuvo el favor de las autoridades locales. Luego de largas disputas, que implicaron multas para la galería y para el artista, finalmente declararon que “eso” no era un cartel, que “eso” era arte y por lo tanto podía seguir allí mientras el artista lo disponga.
Nick Cave -el artista, no el músico- apoyado por su galerista Jack Shainman, dió batalla en defensa de su obra “Truth Be Told”. El racismo reinante en EEUU y lo obtuso de una comunidad que pone en riesgo la arquitectura de sus propiedades cuando adorna en Halloween y en Navidad sus casas con sistemas eléctricos de dudosa procedencia, pero que desconfía de un vinilo en una pared, fueron apenas dos de las aristas del problema. Porque la verdad es que como individuos todo lo que no podemos clasificar y poner en una celda con nombre y función, digámoslo con todas las letras, todo “eso” nos perturba. Y ahí es donde queda claro que estamos hablando de arte.
Pero no alcanza con definir qué es arte, también la forma del arte es objeto de discusión. Quienes nos deleitamos leyendo diarios y correspondencias históricas, podemos señalar que es casi imposible encontrar una comunidad que reconozca la obra de sus artistas contemporáneos. Podemos citar a Van Gogh quien murió convencido de que su hermano vendía sus pinturas, cuando todas y cada una de sus producciones estaban en realidad escondidas en el sótano de su casa. Le debemos a su cuñada, el conocer a Vincent Van Gogh. Porque fue ella quien años después de enviudar, y con la ayuda de su hijo, difundió las pinturas que hoy nos maravillan.
Un milagro como el de la muestra de Carmen Herrera, quien tuvo su primera exhibición en el museo Whitney de Nueva York a los 100 años, no sucede con frecuencia. Al ser consultada al respecto, respondió “les llevó tiempo darse cuenta de mi obra”. Y es cierto, muy poca gente en forma previa a esta exhibición conocía su nombre y casi nadie sus pinturas.
En agosto del año pasado, un artículo en una publicación sobre remates y tasaciones de obras de arte señalaba que los mandalas hoy son obras de arte. Sí, esos ejercicios que se recomiendan para concentración y relajación, esas suertes de instalaciones que los monjes budistas realizan en una meditación desde hace siglos y que luego desintegran para demostrar lo efímero de nuestra existencia, son oficialmente obras de arte.
El propietario de Kapoor Galleries en la ciudad de Nueva York, Sanjay Kapoor, asesora a los nuevos coleccionistas en el modo de aproximarse a estas piezas: les sugiere comenzar por las del siglo XVIII y de allí ir construyendo la mirada para apreciar las anteriores.
Como ejemplo podemos citar una pieza de plata con incrustaciones correspondiente a la dinastía Qing, la cual fue vendida en 2016 por U$S210.000.- dólares más impuestos.
Es claro que son muchas las condiciones y muchas más aún las circunstancias que en cada momento histórico definen el arte y las obras. Quizás debiéramos concentrarnos en disfrutarlas más y en clasificarlas menos.
Mientras tanto, abro el libro de María Paula Zacharías y leo: “Cafiso es un maestro desconocido de un arte menor, la soldadura, que él ha llevado a uno mayor, como es la escultura”.
Al cerrarlo, lo apoyo sobre la mesa que hizo mi bisabuelo. El papel artesanal roza la textura de la madera produciendo un sonido que interpreto como un saludo de Ramón a Cafiso, un guiño entre artistas que lejos de la preocupación por premios o reconocimientos, dejan pequeñas huellas que serán apreciadas por sentidos atentos mucho más allá de su propio tiempo.
Cecilia Medina
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